Luiz Inácio Lula da Silva emergió como un líder de proyección hemisférica. Se trasformó, por momentos, en uno de los políticos más populares de las américas, enamorando a observadores de todo el espectro ideológico. Ayudado por el ascenso del país que presidía, su figura logró cierto protagonismo en asuntos de las más alta política internacional, como la cuestión de la programa nuclear iraní o la nueva versión de la "guerra mundial de monedas". El mandatario conquistó una posición casi inédita en la historia de la política exterior latinoamericana. Brasil se ubicó entre las primeras siete economías mundiales y entrando en la segunda década del Siglo XXI se especulaba con que, en el corto plazo, podría superar a Francia e Inglaterra. La posibilidad de ingresar en el selecto TOP 5, solo por detrás de Estados Unidos, China, Japón y Alemania, parecía estar al alcance de la mano.
Solo un lustro fue lo que demoró en extinguirse este espectacular ascenso. Con un PBI que hoy ya saltó de la recesión a la contracción, el desempleo en ascenso y la popularidad de Dilma Rousseff en picada, la proyección mundial de carácter explosivo que encarnó Brasil en el pasado reciente no es más que un recuerdo. El sueño de una nueva superpotencia emergente y latinoamericana que entusiasmó al mundo parece haberse desvanecido. Hoy, con el diario del lunes en la mano, no hay que ser un intelectual brillante para darse cuenta que todo este magnánimo crecimiento se nutrió más de factores exógenos que de elementos endógenos. Brasil se dejó llevar por un contexto internacional espectacularmente favorable. Como se mencionó anteriormente, los aciertos en política económica interna existieron. Pero si se realiza un análisis de mediana profundidad se observará que las reformas estructurales necesarias para que el país crezca en forma sostenible quedaron pendientes. El déficit de infraestructura, el regresivo sistema impositivo, la paralizante burocratización de prácticamente cualquier proceso que involucre al estado, la educación púbica de baja calidad, la desenfrenada corrupción y, por sobre todo, la baja competitividad de la hiper-protegida y mercadointernista industria nacional. Estos y muchos más son los temas pendientes. La lista podría continuar y continuar.
Mas allá de las innegables conquistas sociales de los años en cuestión, la estructura productiva del país no es hoy sustancialmente diferente a la de la última década del Siglo XX. Es por ello que en este nuevo ciclo económico internacional, con restricciones en la ecuación monetaria mundial, materias primas a la baja y China en visible desaceleración, Brasil no la tendrá nada fácil. Si el país ambiciona retomar una vigorosa expansión (superior al vegetativo crecimiento poblacional), se deberán reformar las bases estructurales de la economía local. El problema radica en la escasa viabilidad política de dichas reformas en este particular momento histórico. Si las mismas no fueron realizadas en épocas de la mayor euforia económica de la última centuria, será extremadamente difícil que sean ejecutadas hoy. La actual debilidad política del gobierno, la paralización económica y el proceso de movilización por el que atraviesa la sociedad civil pueden hacer que una vez más lo urgente se anticipe a lo importante y las reformas sean por enésima vez postergadas.
Por Santiago Pérez
http://twitter.com/perez_santiago
Licenciado en Relaciones Internacionales
Analista Político de CIEBA (Câmara de Integração Econômica Brasil Argentina)