El anfitrión logra el oro en los penaltis frente a Alemania con dos goles de Neymar en una final que se convirtió en el acontecimiento olímpico más seguido por la afición local
Los Juegos de Rio sirvieron para que los brasileños confirmen que su juego será por siempre el menos olímpico de los juegos. Dos goles de Neymar paliaron los efectos depresivos del Mundial de 2014 en una final que el destino reservó a Brasil y a Alemania, protagonistas una vez más de la fiesta, que se decidió en la tanda de penaltis. Un partidazo en Maracaná, al calor de una multitud que poco a poco entró en estado febril. Nunca en estas tres semanas tantos brasileños se mostraron más entusiasmados ante un evento del programa. Ni la ceremonia inaugural, ni Bolt, ni Phelps, ni el pebetero de la Candelaria, por más que el COI se empeñe. Nada hizo vibrar a los habitantes de este país tanto como su viejo fútbol.
El gran fútbol es elusivo. Cada vez es más difícil asistir a un partido bien jugado. El negocio da síntomas de inflación, en el mejor de los casos. Los carteles más publicitados decepcionan con frecuencia. Ni en la Champions, ni en la Eurocopa, ni en la Copa América asistieron los aficionados a nada verdaderamente singular este año. Algo así como lo que, de repente, se manifestó en la final olímpica. En el más improbable de los torneos. Allí donde Brasil y Alemania, con dos equipos de rejunte, casi dos productos de la improvisación, plagados de chicos que recién atraviesan la frontera del profesionalimso, ofrecieron una final memorable. Un destello de lo que podría ser el fútbol de primer nivel si no lo carcomieran los intereses mezquinos de los responsables de administrar, entrenar y jugar.
Entrenador de cantera de toda la vida, Rogerio Micale, el seleccionador juvenil brasileño, nunca dirigió en Primera. La presión que cargó sobre sus hombros, sin embargo, fue colosal. Rio era el epicentro del torneo. La final se resolvería en el santuario de Maracaná. Prácticamente cuestión de Estado, después de los fracasos continuados del Mundial de 2014 y las sucesivas Copas América. El refuerzo de Neymar imponía más obligaciones que privilegios. La escasa importancia histórica del título olímpico en el fútbol, redoblaba el apremio. Brasil solo podía permitirse el éxito absoluto. Así lo pregonaban los grandes conglomerados mediáticos del país. En el aire flotaba esa idea sutilmente espolvoreada en las retransmisiones de TV Globo: Brasil es una potencia mundial y sus habitantes son una nación feliz que habita un territorio señalado por la providencia. Como dice el estribillo: Abençoado por Deus.
Los aficionados presentes en el Maracaná, mayoritariamente blancos y miembros de las clases acomodadas que pagaron entre 100 y 300 euros por la entrada, lo sentían así cuando cantaban formando el atronador coro de 100.000 personas: “¡Yo soy brasileño, con mucho orgullo, con mucho amor / Yo soy brasileño, con mucho orgullo…!”.
Es complicado que en circunstancias semejantes, jugadores tan jóvenes respondan con entereza. Contra todo pronóstico, lo hicieron. Brasil estuvo a la altura de la imaginación de sus hinchas. Desde el planteamiento inteligente de Micale hasta la contribución atrevida de sus futbolistas. No solo de Neymar. En una noche para hierros templados, los jóvenes Marquinhos, Caio, Walace, Gabriel Jesús o Luan, recordaron que la cantera brasileña sigue siendo la gran mina del fútbol. No hay forma de corrupción capaz de inhibir la productividad de esta factoría de chicos elásticos, ágiles y competitivos.
El gol de Neymar a la media hora de partido fue maravilloso. La falta directa parecía una quimera. No tenía apenas ángulo para encontrar la escuadra pero puso el empeine, giró el tobillo, y la pelota voló y cayó al único hueco que no podía alcanzar Horn. La ventaja consagró la superioridad de Brasil sobre su rival. Bien armado atrás con Marquinhos y Caio, dos marcadores cerebrales que desplazan el balón con precisión, el equipo se desplegó con coraje en campo alemán. Luan, un goleador que oficia de enganche, y Gabriel Jesús, un futbolista de enormes cualidades, se encargaron de darle a Neymar la clase de apoyos que solucionan el problema de la falta de espacios. Cada vez que aparecieron estos dos agitadores la pelota circuló rápido y profunda. Incapaces de controlarlos, los hermanos Bender no tuvieron más remedio que ordenar el repliegue. Alemania hizo lo que pudo. Principalmente contragolpear y buscar la definición a balón parado. Estuvo a punto de conseguirlo con tres balones estrellados en los palos.
Alemania no tenía jugadores del mismo calibre que su adversario. Meyer, el capitán, el mediapunta del Schalke, es un futbolista liviano. A sus extremos, Brandt y Gnabry, les falta madurez para mostrarse con continuidad. Ante la necesidad, el equipo que dirige el bondadoso Horst Hrubesch exploró en la virtud que mejor caracteriza a los alemanes: el orden. Alemania se defendió extraordinariamente bien gracias a la dirección de Matthias Ginter y Sven Bender, ambos del Dortmund. Así traspasaron la línea del descanso y se internaron en la segunda parte. Así montaron un veloz contragolpe, excelentemente bien resuelto por Jeremy Toljan, el lateral derecho, que centró para que Meyer apuntillara el gol del empate.
El tiempo obró en favor de Alemania y en perjuicio de Brasil. La juventud hizo estragos en Gabriel Jesús, Barbosa y Luan, apenas unos adolescentes. Intimidados ante la magnitud del peligro que les sobrevolaba, sus apariciones comenzaron a espaciarse. Neymar, en cambio, redobló sus intentos. Cuanto más cuesta arriba se ponía el partido, más intervino el delantero del Barcelona, convertido en un prolífico volante interior. En dos oportunidades dejó mano a mano a Felipe Anderson con el portero alemán, Timo Horn. Sin más efecto que el desperdicio.
Ningún estadio en el mundo suma mejor a la condición del tamaño el de la resonancia. Un grito de espanto en Maracaná duplica su sonoridad. Cada nota se exalta. Los agudos se enfatizan. El rumor sibilante parece no tener fin. El clamor ensordecedor oscila en el alambre de la tragedia cuando se convierte en chillido. Y, de pronto, el silencio. La calma pavorosa de la tanda de penaltis. Gol. La pitada más hiriente del mundo. Gol. La calma otra vez. Gol. La pitada. Gol. Cuatro penaltis marcó Alemania y cuatro Brasil. Al quinto alemán, bajo una lluvia de decibelios, Petersen no ajustó lo suficiente y el portero Weverton paró. Cuando los 200.000 ojos se volvieron al encargado de rematar, allí estaba Neymar. Solo en medio de una calma terrible de gente expectante. Tomó una carrera de diez metros, le pegó con el alma, y corrió a hincar las rodillas porque ya no podía más.
Neymar lloró abrazado por sus compañeros en medio de la fiesta impuesta. Acababa de cumplir con el dudoso deber de convertirse en el héroe brasileño por excelencia de los Juegos de Río. El encargado de clausurar la ceremonia sin celebrar un funeral.
Shafaqna